
Hubo un tiempo en el que se sintió
en la mitad de un horizonte rasgado
entre el cielo y el asfalto.
La línea se quebró,
se quedó tendida en un ángulo
y la espiral se hizo inevitable.
De pronto comenzó a bailar
y la danza llegó inaudible
y el paso torpe se tornó acompasado.
Fue cuando comenzó a temer y a doler
sin motivo aparente.
Apareció el insomnio y la debilidad,
y el grito sordo que no terminaba de sonar.
Emergió la duda y los despertares,
se fue la calma y nombró a la vida.
Despertó de madrugada de un sueño apagado
con olor a zanahoria
y comenzó a temblar con los dedos de los pies.
Se ilusionó, y danzó y creyó escuchar el mordisco último.
Fue a buscar el lugar de donde nacía el ruido
y sin más se contempló de nuevo en la madriguera de siempre
pero con cien años más y un diente menos.
Le crujió el abdomen y lloró como un ave a la que despluman a diario. Poquito a poco, arrancando piel si la pluma no sale.
Hoy se acaricia los codos mientras sus pies buscan zapatillas de piel de nutria que la
acaricien y laman.
Desde entonces busca y halla, pierde y desordena para terminar de pelar
esa enorme zanahoria que quedó atravesada
en su espalda
al descubrir que el conejo
ya no roe. Solo silba.