Agarro las patas del ave
y estiro de ellas hasta quedar colgada
dejándome ascender
sin oponer resistencia.
Miro hacia arriba,
me salpica el aire
que lleva consigo
trozos de barro
que entran en mi boca
después de quebrar mis dientes.
Pierdo el pelo por la fuerza del viento
que lo deja caer como una madeja de lana.
Se estiran hacia abajo
los lóbulos de mis orejas
dejando surcos en la arena
y un rail estrecho
por el que se despista el agua.
Cuelgan mis piernas, se desarticulan.
Pierden su valor extremo
y se transforman en apéndices lacios
con los que los ancianos se acompañan en la orilla.
El ave persevera en su ascenso
mientras me desparramo.
Voy perdiendo fragmentos
al principio insignificantes
(una ceja, un dedo, un codo)
pero poco a poco tomo conciencia
de mi amputación tangible
(el alma, las entrañas, el corazón).
Sobrevolando la playa
veo a los niños jugar.
Mis ojos les caen encima
y los usan como pelotas de goma
Sus raquetas los propulsan
con efectos de zigzag.
Corren a buscarlos
aterrizados en la superficie móvil
de una ola nueva
pero enseguida comienzan su descenso
hasta quedar enterrados,
ajenos a las manos del niño,
que los busca a tientas y llora
el juego perdido.
