Sr Buceda

Llevaba diez días sin salir de casa. Lo que en principio se planteaba como un fin de semana largo de merecido descanso, de películas, libros y manta con tés sin horas fijas se fue tornando en una mordedora desidia que terminó por anclarle al sofá y al tabaco. En ese orden. A veces, alternante.

Fue al segundo día cuando la pena comenzó a invadirle, y sin saber muy bien por qué también dolía. Su cabeza comenzaba a girar sobre un pensamiento recurrente hasta quedarse dentro y pegado a la agotadora culpa. Marina volvía a su recuerdo con su cadencia habitual, como si nunca se regalase la posibilidad de equivocarse.

Un primer timbrazo alteró la quietud de su habitual duermevela. Se incorporó malhumorado y entumecido. El cuello  le crujió como los huesos de las alitas de pollo al segmentarlas y el movimiento de la manta liberó un  tufillo poco agradable. Por un instante no lo reconoció como suyo y Marina regresó. Todavía su perfume transpiraba del tejido algodonado del sofá donde ella se reclinaba  para ver las películas, sola, hasta muy entrada la noche.

Sin prisa y con la esperanza de que el dedo ejecutor del timbrazo se cansara a la novena pulsación,  se arrastró hasta la puerta. Antes de llegar planeó el modo de arrancar la caja de donde salía aquel pitido infernal. Aquella la consideró la última vida del timbre. Pero en esa ocasión el visitante no parecía aceptar el silencio por respuesta.

Marcos se adhirió al quicio de la puerta como si se fundiera con  el pasamanos  de una escalera móvil y pegó su mejilla junto al pequeño orificio indiscreto. Puso su ojo miope muy cerca de la lente abultada y translúcida. Recordó el lugar exacto en el que había dejado sus gafas, entre el respaldo de Marina y el cojín. Desde la noche anterior llevaban ahí. Era curiosa la manera en que se había acostumbrado a vivir su apartamento  sin límites precisos y cómo percibir la realidad en manchas estimulaba su imaginación. Quizá era una percepción que lo alejaba de la concreción de su fracaso  interno.

  Al otro lado de la puerta, una mancha viva seguía ejecutando los timbrazos ,con el dedo clavado en el mismo sitio. 

-¡Correos! Una carta certificada…

Aquella voz ronca respondía a una pregunta que él ni siquiera había formulado.

Marcos dudó un instante antes de girar la manilla pero lo hizo finalmente con determinación, imprimiendo al acto un cierto toque de oficio de cancerbero. El cartero informe y voluminoso le extendió la hoja donde depositar su firma. Le señaló con el bolígrafo corporativo los espacios que no podía dejar vacíos. Una vez realizado el trámite silencioso, se dio la vuelta y dejó escapar un imperceptible hastaluegogracias que a Marcos le pareció escaso. Movido por la curiosidad, rasgó sin cuidado el sobre en el que solo figuraba el remitente, AVENTUR, S.L,  y él como destinatario.  Extrajo un papel milimétricamente doblado en tríptico y comenzó a leer.

Marcos deja caer el papel sobre la alfombra empolvada, como si le quemaran las yemas. Parece que le duelen. 

Se dirige con paso agitado hacia su habitación y revuelve el zapatero hasta dar con un par de zapatillas emparejadas. Después regresa al salón y mete la mano entre los cojines hasta recuperar la camiseta que metió allí hace ya diez días. Por casualidad, roza las patillas metálicas de sus gafas y tira de ellas. Una vez puestas, piensa, la casa parece más grande.  Está tremendamente sucia. Coge las llaves que cuelgan de la puerta y tira de ella. 

Allá va nuestro héroe. Señor Marcos Buceda Soriano. Quizá le cambiemos  el nombre, ¿no resulta demasiado convencional?

Ilustración de Iria Gómez Rodríguez

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