Dicen que las manos son la carta de presentación de quien las lleva puestas y que unos buenos guantes son el regalo idóneo para todo aquel que prescinde de encuentros innecesarios. Ellas, las mías, prefieren ser exhibidas sin tejido que las enfunde.
Así son.
En ocasiones me preguntan por qué dos y no una, o simplemente por qué dos en lugar de tres, o cinco. Que por qué se encuentran ahí, aéreas y no reptadoras como mis pies. Me ponen en un aprieto. A veces contesto con cierta ironía que fui a buscar la tercera pero me pilló mayor y otras, confieso que yo no intervine en la decisión. Que ni siquiera supe de antemano cuántos dedos les iba a tocar a cada una. Pero lo cierto es que a las dos las necesito de igual modo y que no hay dedo que pudiera cortar sin que me doliera menos, como explica mi madre cuando se refiere al amor equitativo que ha guardado siempre para sus cuatro hijas.
Así es ella.
O mejor, yo.
Las dos llevamos manos muy parecidas en tamaño, forma, grosor y consistencia. Y con el paso de los años he ido advirtiendo que las mías siguen a las suyas, rezagadas, en sus continuos trayectos. Las cuatro se mueven poco si no se les apremia y raras son las ocasiones en que se agitan violentas para apoyar la crispación o la ira más desatada. En esta última situación nunca las vi actuar.
De modo que puedo decir, sin miedo a equivocarme, que soy la única persona conocida del planeta a la que entregaron dos pares de manos a las que no he permitido conocerse. Prefiero que sigan pensando que son dos y que con ese número han de apañarse.
