A las mujeres hay que quererlas,
a todas,
incluso a las que han olvidado fantasear
o roncan al oído,
hasta a aquellas que ríen cuando se les da una mala noticia.
A las mujeres hay que envolverlas en el pecho y decirles a media voz
que son imprescindibles.
Que el suelo está mojado porque a ellas está llegando el mar,
y les está rozando los dedos de los pies
aunque algunas, no lo sientan.
Por ahora.
Que para ellas está reservada la acera más grande
y que los turistas vienen de lejos para contemplarlas.
A las mujeres, a todas, les sobra belleza
y a algunas les falta un arco para encajar la flecha
y soltar hasta hacer diana en el esternón de quien no las mece.
A las mujeres llega la correspondencia,
las facturas de la luz, el cable del teléfono
pero no siempre la caricia, el susurro,
o la intermitencia de los abrazos asidos a la tierra.
Por eso, cuando eso pasa y no llega
ni la caricia, ni el susurro ni el abrazo
las mujeres vuelven a ser niñas
que, por vértigo, no quieren trepar los árboles
de sus parques predilectos.
(Especialmente dedicado a Carmen, una mujer inmensa e incontenible)
