El día que llegó la noticia a casa un nubarrón se instaló en el salón y fue pasando por todas las estancias. Una llamada telefónica a horas intempestivas formalizó el horrible suceso :
-¿Familiares de Pedro Guzmán y Jacinta Morales? Esta tarde, a las 17.45h han sido hallados sus cadáveres en el piso de la Calle Arrabales, 7. Muerte en el acto. Dos tiros certeros en el abdomen. Quien lo perpetró sabía bien lo que hacía.
Mi madre recibió la noticia como quien firma una notificación certificada. Un organismo oficial. Papeleo del que no entiendo. Escondió las manos debajo del delantal como hacía siempre que algo se le movía por dentro.
Desde el salón, mi padre preguntó a voces por el agente de la llamada, como era costumbre cuando escuchaba el timbre del teléfono. A continuación, su exhaustivo cuestionario sobre la identidad del emisor sin importarle que siguiera aún al otro lado. Pero esta vez no obtuvo respuesta. Largo silencio con un pitido intermitente de fondo. Luego, un grito idéntico al ladrido de un perro.
De eso hace ya más de veinte años y creo que de todos los acontecimientos familiares vividos este fue sin duda el que recuerdo de tres maneras distintas.
Una. El teléfono solo sonó una vez antes de que mi madre se dispusiera a cogerlo. Se encontraba en ese momento limpiando el polvo del aparato. Coincidencia.
Dos. El teléfono se cansó de sonar y cuando el recién estrenado contestador parecía estar a punto de saltar, mi madre descolgó sin prisa.
Tres. En aquella ocasión mi madre parecía estar lejos y corrió desde la cocina maldiciendo nuestro mutismo frente al televisor. Sabía que esa llamada era para ella.
Recojo mis folios en blanco, me aparto del ordenador y me dispongo a seguir hurgando en la memoria familiar. Es la primera vez que me planteo seriamente romper nuestro silencio tácito. Escribir una novela sobre la muerte de mis abuelos en esas trágicas circunstancias podría ser interpretado como un acto lucrativo sin más pero esto es algo más que un proyecto literario. Es mostrar la voz de mi madre que desde entonces suena lejana e ínfima.
Los niños están en el colegio y Bruno ha salido sin despedirse, como suele hacer cuando quiere ampliar mi espacio. Me dispongo a revisar el escaso correo en papel que recibimos semanalmente y entre las cartas bancarias y varios christmas navideños llama mi atención un pequeño sobre beige manuscrito .
Me sorprende que Fermín haya contestado tan rápido. En el dorso figura mi nombre meticulosamente caligrafiado. Me detengo en las mayúsculas y me pregunto por la razón por la que hemos dejado de ganar tiempo en tan bello arte. Me asalta entonces el recuerdo de uno de mis viajes de trabajo a China, en el que perdida por las calles de calles de Xian descubrí el maravilloso barrio de las letras. Desde mi estudio puedo ver la única lámina que compré allí, que, con sus grafías danzantes se adapta sobre el sofá a una forzada horizontalidad. No había sitio para colgarla en vertical. Nadie aún se ha percatado del detalle y yo disfruto mucho con esta pequeña estafa visual.
Me preparo un café y regreso a mi mesa de trabajo, en la que durante las últimas semanas paso más tiempo pensando que escribiendo. Borro, corrijo, descarto, anulo , pienso. Me doy cuenta de que tengo aún en mi mano el sobre. Descuelgo el teléfono.
-Mamá, el otro día escribí a Fermín. El de la funeraria, tu vecino de toda la vida. Sí, ese. Del que a punto estuviste de ser novia ¿Recuerdas? Quería saber si después de la muerte de los abuelos se supo algo nuevo por allí. Ya sabes, en los pueblos nunca se cierran las historias.
Ella no parece sorprenderse pero la intuyo recogiendo las manos. No parece interesarle el motivo , solo si ha preguntado por ella.
Le digo que sí, que le manda en su carta muchos besos. Que a ver si se deja caer por el pueblo porque ya casi no la conocen. Mi mano no parece querer desprenderse del sobre que mantiene la solapa rígida bien precintada e imagino a Fermín untándola bien de saliva. De eco, la voz quebrada de mi padre que pregunta quién llama.
