Marlon nunca se había considerado un tipo corriente, de esos a los que la vida da tregua solo en ocasiones especiales. La que recordó aquella tarde fue, probablemente, su predilecta.
Marlon se sintió afortunado. Se encendió otro pitillo, un rubio clásico de esos que apenas impregnan carácter, un Chesterfield suave al tacto y tremendamente aromático para ser tan barato. Se abandonó al pensamiento recurrente de las últimas semanas. Con el pitillo apretado entre sus labios finos recorrió los titulares de prensa del diario de la mañana. Marlon siempre había sido de entre sus compañeros de la escuela elemental el devorador de casi cualquier texto impreso y especialmente de las novelas de aventuras que luego contaba, orgulloso, a la maestra Cecilia.
Afuera el ruido de los coches en un apabullante atasco le impedían concentrarse en la lectura. Marlon le iba dando una calada muy honda al Chesterfield mientras un fuerte ruido de motor de lo que podría ser un Lamborgini Countach le desconectaba de la historia. Volvió a pedir a la camarera rubia de curvas turgentes y senos poderosos otro GIN de los suyos. Con mucho hielo y en vaso corto, un hábito consolidado en sus años de estudiante universitario.
Marlon hacía tiempo que frecuentaba la misma cafetería en plena Avenida Boyacá. Avivó el fuego de la memoria. Se contempló joven y vigoroso de nuevo, elegante con sus recién estrenados zapatos de tafilete el día de su confirmación, bien acodado en la barra de bar donde su padre le hizo el bautismo de virilidad :
–Marlon, hoy vas a conocer a la parienta de Dios, Graciela, una diosa que si sabes manejar puede darte más de un lance que te lleve al cielo.
El vuelo sin motor 