La siesta

La rotunda mujer dormía la siesta, fundida con el colchón deforme sin sábanas. Sobre la tapicería raída  se abandonaba a un sueño profundo  mientras el marido permanecía allí, inmóvil.

Este no atinaba a encontrar la postura idónea para taparse los dos oídos al mismo tiempo sin hacer acrobacias. Como una foca varada, la mujer giraba de vez en cuando sobre sí misma. Derecha, izquierda, desplazando su carne flácida hasta tocar el tejido holgado que enfundaba la espuma del colchón.

Su camisón permanecía adherido por el sudor a su vientre prominente, sobre el que la mano del marido tropezaba al girar, huyendo del ruido cavernoso de su ronquido insoportable.

Antes era bonita.

El marido no recordaba el día que dejó de serlo. Posó su mano en lo sobrante de ella y se sobresaltó al despertar de un sueño efímero  e intermitente. Nunca podía alcanzar la profundidad de su sueño.Pero se conformaba con sentirse adormilado mientras revisaba la insignificancia de los acontecimientos del día.

Así eran sus siestas .

 Tras una comida abundante y poco elaborada, la mujer abandonaba la mesa y  arrastrando  los pies llegaba al único dormitorio  de la casa. Allí comenzaba a quitarse la ropa sin el pudor antiguo de cuando eran adolescentes .Un hilo ronco no tardaba en volverse ascendente desde que se tumbaba en la mitad de la cama. Primero, algo parecido a un maullido que se tornaba vibrante y algo metálico. Como de chapa movida por el aire. Después, el ronquido insolente de siempre.

Él iniciaba su siesta encendiendo su radio pequeña como ritual. La conservaba en perfecto estado desde su juventud. Era un artefacto obsoleto pero funcionaba a la perfección. Con sus ruedas de volumen y de sintonía se apañaba para encontrar la emisora deseada. En cada giro, un ruidillo de tierra agitada lo transportaba  al menos cuarenta años atrás. La locutora de voz sugerente parecía coquetear con sus jóvenes oyentes desde su estudio de grabación y él, uno de tantos, fantaseaba con ella en tiempo real. Así durante muchas siestas.

 Antes, la voz de su mujer le sonaba a infancia retenida y a inocencia residual. Carraspeba con frecuencia, especialmente cuando trataba de mentir sobre algo banal y disfrutaba mostrándose ingenuo. Pero de eso hacía ya demasiado tiempo porque en ese momento, en horizontal y vista de perfil comprendía el porqué de sus ronquidos. Por una cuestión de física era imposible que el aire pudiera salir afinado de aquella garganta engrosada. Sobraba tanta carne debajo de su cuello que imaginaba dentro de este un habitante lastimero que por falta de espacio gritaba pidiendo auxilio.

Movido por una inesperada añoranza de ella se quiso girar y  adherirse con fuerza a su cuerpo rotundo, pero el movimiento se hizo difícil. Ella yacía como recién muerta en la mitad del colchón.Con los brazos extendidos y las piernas derramadas. Al marido le pareció que de un momento a otro iba a empezar a simular que brazos y piernas eran aspas moviendo la arena de playa, como hacen los niños. Y quiso dejarla allí, contemplada en su estado antiguo, estando a punto de ser arrastrada por una ola repentina.

Ilustración de Elisa Rodríguez Checa

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