Mi madre siempre ha dicho que tengo pelusa de mi hermano.La verdad es que no sé en qué momento empezó a invadirme. Primero fue una imperceptible lanilla que saltó desde alguna parte de su cuerpo y vino a parar a mi cabeza ; se enredó en mi pelo lacio y ahí comenzó a expandirse.
El traslado de materia siguió produciéndose los días siguientes de forma incontrolada.En cada contacto, por muy leve o accidental que fuera, la pelusa grisácea en pequeñas madejas se depositaba con absoluta naturalidad en cualquier parte de mi cuerpo : manos, mejillas, orejas, rodillas, e incluso en pliegues que antes pasaban para mí inadvertidos. Empecé a sentirla como complemento anticipado de carnaval.
Siempre había quien, con cuidado y creyendo hacerme un favor, retiraba de mí alguna pequeña,como si yo no fuera consciente de que llevaba conmigo ya varios días. Y la dejaba caer al suelo, produciendo en mí una extraña sensación de pérdida.
Transcurridas varias semanas mis pies pasaron a ser dos extremidades esféricas, mullidas y confortables, envueltas en esa lanilla algodonada que además, me permitía botar como si nunca hubiera conocido la gravedad. Tanto disfrutaba de mi nuevo poder que, a fuerza de golpear el techo con mi cabeza , conecté nuestro piso con el de María,nuestra vecina de arriba.Salón con salón.Un gran espacio de consanguinidad estrenada.
Si faltaba algún ingrediente en nuestra despensa era suficiente con elevar la voz y hacer la petición con firmeza.María lo dejaba caer y casi siempre aterrizaba en el centro de nuestra mesa, listo para su consumo. La transacción inversa del producto fue para nosotros al principio un poco más compleja de ejecutar, especialmente cuando se trataba de huevos. María seguía atenta la trayectoria desde que salían de nuestras manos hasta que rozaban las suyas diminutas. Pero en ocasiones nuestra propulsión resultaba insuficiente y los huevos morían en la alfombra. Mi madre terminó por sustituirla por una de baño plastificada a prueba de suicidios alimentarios.
Y así fueron pasando los años, dejando espacio en nuestra cotidianidad a esa madeja de pelo con vida propia que ya me había cubierto por completo. Hoy, mi hermano y yo y aún después de tanto tiempo, seguimos fingiendo ocasionalmente que somos indios bajo nuestra tipi de pelo artificial.

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